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hechura se advierte una evolución que es sin duda un espejo de la
evolución que experimentó el propio Rodney durante los años que pasó
en Vietnam: al principio cuidadosas y matizadas, atentas a no permitir
que la realidad se transparente en ellas más que a través de una
sofisticada retórica de la reticencia, hecha de silencios, alusiones,
metáforas y sobrentendidos, y al final torrenciales y desaforadas, a
menudo lindantes con el delirio, igual que si el torbellino incontenible de
la guerra hubiera roto un dique de contención por cuyas grietas se
hubiese desbordado una avalancha insensata de clarividencia.
Lo que sigue a continuación es la historia de Rodney, o al menos su
historia tal como me la contó aquella tarde su padre y yo la recuerdo, y
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tal como aparece también en sus cartas y en las cartas de Bob. No hay
discrepancias fundamentales entre esas dos fuentes, y aunque he
verificado algunos nombres, algunos lugares y algunas fechas, ignoro qué
partes de esta historia responden a la verdad de la historia y qué partes
hay que atribuir a la imaginación, a la mala memoria o a la mala
conciencia de los narradores: lo que cuento es sólo lo que ellos contaron
(y lo que yo deduje o imaginé a partir de lo que ellos contaron), no lo que
ocurrió realmente. Importa añadir que a mis veinticinco años, cuando
aquella tarde escuché de labios de su padre la historia de Rodney, yo lo
ignoraba todo o casi todo de la guerra de Vietnam, que por entonces no
era para mí (lo sospecho) más que un confuso rumor de fondo en los
telediarios de mi adolescencia y una fastidiosa obsesión de ciertos
cineastas de Hollywood, y también que, por más que llevara ya casi un
año viviendo en Estados Unidos, yo ni siquiera podía imaginar que,
aunque oficialmente hubiera terminado hacía más de una década, en el
ánimo de muchos norteamericanos estaba todavía tan viva como el 29 de
mayo de 1973, día en que, después de la muerte de casi sesenta mil
compatriotas -muchachos que rondaban los veinte años en su inmensa
mayoría- y de haber arrasado por completo el país invadido, lanzando
sobre él diez veces más bombas que sobre toda Europa a lo largo de la
segunda guerra mundial, el ejército estadounidense salió por fin de
Vietnam.
Rodney había nacido hacía cuarenta y un años en Rantoul. Su
padre procedía de Houlton, en el estado de Maine, al noreste del país,
muy cerca de la frontera canadiense. Había estudiado en Augusta, adonde
su familia se había trasladado a raíz de que su abuelo se arruinara en la
crisis económica del 29, y luego en Nueva York. Después de licenciarse en
la Facultad de Medicina de Columbia, en el año 43 se alistó como soldado
raso en el ejército, y durante los dos años siguientes peleó en el norte de
África, en Francia y Alemania. No era un hombre religioso (o no lo fue
hasta muy avanzada su vida), pero había sido educado en ese estricto
sentido de la justicia y la probidad ética que parece patrimonio de las
familias protestantes, y sentía una íntima satisfacción por haber tomado
parte en la guerra, porque estaba convencido de haber luchado por el
triunfo de la libertad y de que, gracias a su sacrificio y al de muchos otros
jóvenes norteamericanos como él, Estados Unidos había salvado al
mundo de la inicua abyección del fascismo; también estaba convencido de
que, al haberse erigido por la fuerza de las armas en garante de la
libertad, su país no podía rehuir, por molicie o por cobardía, el
compromiso moral que había contraído con el resto del mundo,
abandonando en manos del terror, la injusticia o la esclavitud a quienes
solicitaran su ayuda para librarse de la opresión. Regresó de Europa en el
45. Ese mismo año empezó a ejercer la medicina en hospitales públicos
del Medio Oeste, primero en Saint Paul, Minnesota, y luego en Oak Park,
un suburbio de Chicago, hasta que, por razones que él no quiso
explicarme y yo no quise indagar (pero que, según insinuó o deduje, sin
duda guardaban alguna relación con su idealismo o su candidez y con su
absoluta decepción del funcionamiento de la medicina pública), arraigó
definitivamente en Rantoul, lo que no deja de ser curioso y hasta
enigmático, porque es imposible imaginar un destino menos brillante para
un médico joven, cosmopolita y ambicioso como él. Allí, en Rantoul, se
casó con una muchacha de familia muy humilde a quien había conocido
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en Chicago; allí, aquel mismo año, nació Rodney; Bob lo hizo al año
siguiente. Desde el principio Rodney y Bob fueron dos niños
minuciosamente opuestos; el paso del tiempo no hizo sino acentuar esa
oposición. Los dos habían heredado la fortaleza física y la energía de
hierro del padre, pero sólo Bob se sentía a gusto con ellas y era capaz de
sacarles partido, mientras que para Rodney parecían constituir poco
menos que un desdichado accidente de su naturaleza, una circunstancia
personal con la que era preciso lidiar con la misma naturalidad o
resignación con que se lidia con una enfermedad congénita. De niño
Rodney era extrovertido hasta la ingenuidad, vehemente, espontáneo y
afectuoso, y este carácter sin recovecos, sumado a su afición a la lectura
y a su brillantez en los estudios, lo convirtió en el favorito indisimulado de
su padre. Por el contrario -y acaso para rentabílizar la mala conciencia
que la abierta predilección por Rodney le causaba a su progenitor-, Bob
desarrolló en sus relaciones con la familia un talante reservado y
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