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me proporcionó un secreto bienestar, que no puedo explicar. Pongo esto aquí, pensando en las personas
inconformes, que no son capaces de disfrutar felizmente lo que Dios les ha dado porque ambicionan
precisamente aquello que les ha sido negado y me parece que toda nuestra infelicidad, por lo que no
tenemos, proviene de nuestra falta de agradecimiento por lo que tenemos.
Otra reflexión muy provechosa para mi y, sin duda, para cualquiera que caiga en una desgracia como la
mía, era la siguiente: comparar mi situación presente con la que imaginé al principio, o bien, con la que,
seguramente, habría sido, si la buena Providencia de Dios no hubiese dispuesto milagrosamente que el
barco se acercase a la orilla y que yo, no solo pudiese alcanzarlo, sino rescatar todo lo que logré llevar hasta
la playa, para mi salvación y mi bienestar, pues, si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, no habría teni-
do herramientas con que trabajar, armas para defenderme, ni pólvora ni municiones para conseguir mi
alimento.
Pasé horas, más bien, días enteros, imaginando, con lujo de detalles, lo que habría tenido que hacer si no
hubiese podido rescatar nada del barco. No habría podido alimentarme más que con pescado y tortugas y
más aún, si no los hubiera descubierto a tiempo, me habría muerto de hambre y, en caso de haber podido
subsistir, habría vivido como un salvaje. Si por casualidad hubiera matado una cabra o un ave, mediante
alguna estratagema, no habría podido abrirla, ni desollarla, ni sacarle las vísceras, ni trocearla sino que me
habría visto obligado a roerla con los dientes y desgarrarla con las uñas como las bestias.
Estas reflexiones me hicieron consciente de lo bondadosa que había sido la Providencia conmigo, por lo
que me sentí muy agradecido por mi presente condición, a pesar de todos
sus problemas y contratiempos. Aquí debo recomendar a aquellos que tienden a quejarse de sus miserias
y se preguntan: «¿hay alguna pena como la mía?», que consideren cuánto peor están otras personas, o
cuánto peor podrían estar ellos mis mos si a la Providencia le hubiese parecido justo.
Había otra reflexión que me reconfortaba y me devolvía las esperanzas. Comparaba mi situación actual
con la que merecía y que, con toda razón, debía esperar de la Providencia. Había vivido una vida
vergonzosa, totalmente desprovista de cualquier conocimiento o temor de Dios. Mis padres me habían
educado bien; ambos me habían inculcado, desde temprana edad, el respeto religioso hacia Dios, el sentido
del deber y de aquello que la naturaleza y mi condición en la vida exigían de mí. Pero ¡ay de mí! muy
pronto caí en la vida de marinero, que, de todas las existencias, es la menos temerosa de Dios, aunque, a
menudo, padezca las consecuencias de su cólera. Digo que, habiéndome iniciado muy pronto en la vida de
marinero y en la compañía de gentes de mar, el poco sentido de la religión que había cultivado hasta
entonces, desapareció ante las burlas de mis compañeros y ante un endurecido desprecio por el peligro y las
visiones de la muerte, a las que llegué a acostumbrarme por no tener con quien conversar, que fuese dis -
tinto de mí, u oír alguna palabra buena o, al menos, amable.
Tan vacío estaba de cualquier bondad, o del más mínimo sentido de ella que ni siquiera en las agraciadas
ocasiones en las que me había visto salvado, como cuando escapé de Salé, cuando el capitán portugués me
rescató, cuando me establecí felizmente en Brasil, cuando recibí el cargamento de Inglaterra y otras por el
estilo, pronuncié ni pensé una palabra de agradecimiento a Dios; ni siquiera en el colmo de mi desventura
le dirigí una plegaria a Dios diciendo: «Señor, ten piedad de mí.» No, jamás pronunciaba el nombre de Dios
a no ser que fuera para jurar o blasfemar.
Como ya he dicho, pasé muchos meses en medio de terribles reflexiones sobre mi maldita e indigna vida
pasada. Mas cuando miraba a mi alrededor y contemplaba los dones especiales que había recibido desde mi
llegada a esta isla y el modo tan generoso en que Dios me había tratado, pues no me había castigado con la
severidad que merecía sino, más bien, había sido pródigo en proveerme tanto como podía necesitar, tenía la
esperanza de que mi arrepentimiento hubiese sido aceptado y que Dios me tuviera reservada alguna
misericordia.
Con estos pensamientos me resigné a acatar la voluntad de Dios en las circunstancias en las que me
hallaba y hasta le di sinceras gracias por ello, considerando que aún estaba vivo y que no debía quejarme,
pues no había recibido siquiera el justo castigo por mis pecados y gozaba de tantos privilegios como nunca
hubiese podido esperar en un sitio como este. Por tanto, no debía volver a lamentarme de mi condición,
sino regocijarme por ella y dar gracias a Dios por el pan de cada día, que, de no ser por un milagro, no
podría haber disfrutado. Debía recordar que podía alimentarme por obra de un milagro casi tan grande
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