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«Las doce, había dicho el sereno, ¡ya era mañana!, es decir, ya
era hoy; dentro de ocho horas la Regenta estaría a sus pies
confesando culpas que había olvidado el otro día».
-¡Sus pecados! -dijo a media voz el Provisor, con los ojos
clavados en la llama del quinqué-. ¡Si yo tuviese que confesarle
los míos...! ¡Qué asco le darían!
Y dentro del cerebro, como martillazos, oía aquellos gritos de
don Santos:
«¡Ladrón... ladrón... rapavelas!»
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