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vendrán los niños con mi padre. Cada uno recibirá
entonces su aguinaldo. Venid también ese día..., pero an-
tes, no.
Werther se quedó aterrado.
Os ruego añadió Carlota que lo hagáis así, y os lo
ruego porque lo exige mi tranquilidad. Esto no puede
continuar, Werther; no, no puede continuar.
Él bajó los ojos y, paseándose por la habitación a grandes
pasos, murmuraba entre dientes: Esto no puede
continuar.
Carlota, al ver el violento estado en que habían sumido
sus palabras, trató por mil medios de distraerle de sus
pensamientos; pero fue en vano
No, Carlota exclamó , no volveré a veros.
¿Por qué, Werther? Podéis y hasta debéis venir
a vernos, pero también debéis procurar ser más dueño de
vos. ¡Ah! ¿Por qué habéis nacido con ese fuego indomable
y esa apasionada violencia que mostráis en vuestras
afecciones? Os suplico añadió cogiéndole la mano
que procuréis dominaros. Vuestro talento, vuestras
relaciones, vuestra instrucción os tienen reservados
muchos goces. Sed hombre... y triunfaréis de esa fatal
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inclinación que os arrastra hacia una mujer que todo lo
que puede hacer por vos es compadeceros.
Werther rechinó los dientes y la miró con aire sombrío.
Carlota, mientras tanto, retenía entre sus manos la de su
amigo.
Tened calma le dijo . ¿No comprendéis que corréis
voluntariamente a vuestra ruina? ¿Por qué he de ser yo,
precisamente yo..., que pertenezco a otro hombre?... ¡Ah!,
temo que la imposibilidad de obtener mi amor es lo que
exalta vuestra pasión.
Werther retiró su mano y miró a Carlota con disgusto
Está bien asintió ; sin duda esa observación se le
ha ocurrido a Alberto. Es profunda. . ., ¡muy profunda! .
. .
Cualquiera puede hacerla repuso ella. ¿No habrá en
todo el mundo una joven capaz de satisfacer los deseos
de vuestro corazón? Buscadla; yo os respondo de que la
encontraréis. Hace bastante tiempo que deploro, por vos
y por nosotros, el aislamiento en que os habéis condenado.
Vamos, haced un pequeño esfuerzo; un viaje puede
distraeros; si buscáis bien, encontraréis algún objeto dig-
no de vuestro cariño, y entonces podéis volver para que
disfrutemos todos de esa tranquilidad que da una amistad
sincera.
Podrían imprimirse vuestras palabras dijo Werther
sonriendo con amargura y recomendarlas a todos los
que se dedican a la enseñanza. ¡Ah, querida Carlota!,
concededme un corto plazo, y todo se arreglará.
Concedido; pero no volváis hasta la víspera de la
nochebuena.
Werther iba a responder cuando entró Alberto. Se
saludaron en tono seco y desabrido, y ambos se pusieron
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a pasear, uno al lado del otro, visiblemente azorados.
Werther habló de cosas insignificantes que dejaba a medio
decir; Alberto, después de hacer otro tanto, preguntó a
su mujer por algunos encargos que le tenía encomendados.
Al saber que no habían sido terminados, le dirigió algunas
frases que Werther encontró no sólo frías sino duras. Éste
quiso marcharse, y le faltaron las fuerzas. Permaneció allí
hasta las ocho, aumentándose su mal humor, cuando vio
que ponían la mesa, tomó su bastón y su sombrero.
Alberto le invitó a quedarse; pero él consideró la invitación
como un acto de obligada cortesía, y se retiró dando
fríamente las gracias. Cuando volvió a su casa tomó la
luz de mano de su criado, que quería alumbrarle, y subió
solo a su habitación. Una vez en ella, se puso a recorrerla
a grandes pasos, sollozando y hablando solo, pero en
voz alta y con calor; acabó por arrojarse vestido sobre el
lecho, donde el criado le halló tendido a las once, cuando
entró a preguntarle si quería que le quitase las botas. Wer-
ther consintió que lo hiciera, prohibiéndole al mismo tiempo
que entrara en su cuarto al día siguiente antes de que él le
llamase.
El lunes 21 de diciembre, por la mañana, escribió a Carlota
la siguiente carta, que se encontró cerrada sobre su mesa
y fue remitida a la persona a quien se dirigía. La insertamos
aquí por fragmentos, como parece que él la escribió:
Es cosa resuelta, Carlota: quiero morir y te lo participo
sin ninguna exaltación romántica, con la cabeza tranquila,
el mismo día en que te veré por última vez.
Cuando leas estas líneas, mi adorada Carlota yacerán en
la tumba los despojos del desgraciado que en los últimos
instantes de su vida no encuentra placer más dulce que el
placer de pensar en ti. He pasado una noche terrible: con
todo, ha sido benéfica, porque ha fijado mi resolución.
¡Quiero morir!
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Al separarme ayer de tu lado, un frío inexplicable se
apoderó de todo mi ser; refluía mi sangre al corazón, y
respirando con angustiosa dificultad pensaba en mi vida,
que se consume cerca de ti, sin alegría, sin esperanza.
¡Ah!, estaba helado de espanto.
Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí de rodillas,
completamente loco. ¡Oh Dios mío!, tú me concediste
por última vez el consuelo de llorar. Pero ¡qué lágrimas
tan amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron
tumultuosamente mi espíritu, fundiéndose al fin todos en
uno solo, pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con esta
resolución me acosté, con esta resolución, inquebrantable
y firme como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es
desesperación, es convencimiento: mi carrera está
concluida, y me sacrifico por ti. Sí, Carlota, ¿por qué te
lo he de ocultar? Es preciso que uno de los tres muera, y
quiero ser yo. ¡Oh vida de mi vida! Más de una vez en mi
alma desgarrada ha penetrado un horrible pensamiento:
matar a tu marido..., a ti..., a mí. Sea yo, yo solo; así será.
Cuando al anochecer de algún hermoso día de verano
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